Para conmemorar la Fundación de la ciudad de Lima en su Cuarto Centenario, que tuvo lugar el día 18 de Enero de este año (1935), se celebran en estos meses grandes fiestas en la capital del Perú, a las cuales fue invitada la ciudad de Trujillo, cuna del Conquistador. En periódicos y revistas nacionales y extranjeras, sobre todo americanas, ha vuelto a ponerse de actualidad el nombre del gran caudillo y los episodios de su vida heroica. Conocidos todos los pormenores de su vida de soldado y conquistador, es muy poco lo que se ha dicho de sus primeros años, particularmente de su infancia, y ese poco adulterado y novelesco. No hay necesidad de acudir a la leyenda para reconstruir su nacimiento y su vida de niño y adolescente, y aunque todavía no son muchos los datos que poseemos, son suficientes para darnos cuenta de los primeros pasos por ella.

Allá por el año 1468 un joven de la nobleza de Trujillo, mozo de 25 años cortejaba a una criada de las monjas del convento de la Coria, llamada Francisca González, hija de Juan Mateos y María Alonso, hortelanos o labradores de la Huerta de Trujillo. Moraba en el convento como señora de piso, según diríamos hoy, doña Beatriz Pizarro hermana de Hernando Alonso Pizarro, padre del apuesto mozo don Gonzalo, al servicio de esta señora estaba Francisca González cuya familia vivía en las Huertas con algún desahogo y acomodo. Quizás por no igualar el carácter o por no llevar a bien las segundas nupcias de su madre la joven, recatada y honesta, como de familia muy cristiana del arrabal, entro a servir con aquella señora de alcurnia en el Convento de la Coria. El cariño de doña Beatriz hacia su sobrino don Gonzalo fue la ocasión de conocer y tratarse con demasiada frecuencia y confianza ambos jóvenes, cuando don Gonzalo visitara a su tía, y mejor aún cuando Francisca fuese a casa de don Gonzalo con mandatos de su señora. De este trato continuo abusó el mozo, y un día la joven sirvienta no pudo ocultar su deshonra. Por sabido que no permaneció un momento más en la santa casa, y avergonzada iría a llorar su deshonor al regazo de su madre; y allí en la casa materna, nació Francisco Pizarro, hijo natural de Gonzalo Pizarro y Francisca González. En 1529, teniendo Pizarro cerca de 50 años se le concedió el habito de Santiago por la Corona y en el expediente instruido al efecto ante un Notario de Trujillo, uno de los testigos, llamado Anton Zamorano, declara que había nacido en casa de uno que se llamaba Juan Casco, que bien pudo ser el segundo marido de su madre. En ese expediente figuran testigos de diferentes estados y condiciones, unos de Trujillo y otros del arrabal y en sus declaraciones aparece ya el verdadero motivo por el cual hayan llegado hasta nosotros datos tan confusos sobre los primeros años del conquistador.

La familia paterna de Pizarro nunca vió con buenos ojos la rama humilde y oscura de su madre; el mismo Pizarro fue para ellos un desconocido a quien su padre olvidó, hasta el extremo que en su testamento hace mención de otros hijos ilegítimos y no tiene una palabra para aquel primer fruto de sus amores juveniles.

Fue preciso que Pizarro llegase a la altura de los héroes para que ellos dejaran de avergonzarse con el trato y amistad del hijo de Francisca González, labradora del arrabal.

Los testigos nobles de Trujillo, Francisco Loaysa el viejo, Alonso de Hinojosa y Andrés Calderón, no recuerdan haberle conocido en su mocedad, pero tienen de él suficiente noticia de que era hijo del capitán Gonzalo Pizarro; de la madre nada, no la conocieron: Catalina de Mena, monja de la Coria, dice que ha oído como voz del pueblo que la madre era parienta de los Roperos, que era persona llana y vivía de su trabajo.

Juana la trapera, casada con Alonso Ropero, primo hermano de Francisca tiene ya setenta años y dice que conoció de muchacho a Francisco, a quien no había vuelto a ver hacia treinta y cinco años (tiempo transcurrido desde que salió por primera vez de su pueblo hasta que vino a tratar con la Corte de la expedición para la conquista) y que era hijo de Juan Mateos y María Alonso.

Hay un testigo que aporta algún dato más; Inés la barragana o comadrona, de 80 años, mujer de Juan Gracián, que da testimonio de haberle visto nacer y conoció a Francisca González y a su madre María Alonso, a quien oyó decir que Francisca González era hija de su primer marido Juan Mateos, y conoció también a unas hermanas de Juan Mateos, todos cristianos viejos y honrados, de las Huertas.

Resulta de todo ello que la madre de Pizarro y su familia eran naturales y vecinos de las Huertas, de clase humilde, aunque vivieran con desahogo, del cultivo de la huerta o labranza de la tierra.

Cuando Pizarro ya hombre maduro, de más de cincuenta años volvió por Trujillo, vivían en la ciudad, descendientes de su familia materna, dedicados al comercio de ropas, bien con puesto fijo o quizás, mejor, como ambulantes, lo que en tiempos más recientes se ha conocido con el nombre de prenderos.

Su abuela materna, María Alonso, casó dos veces, una con Juan Mateos, de cuyo matrimonio tuvieron a Francisca González, madre de Pizarro; otra con Juan Casco, en vida del cual, y en su casa, nació Francisco Pizarro. Como hijo de hortelanos, se criaría y recibiría el trato y educación de los demás de su condición. No hay necesidad de inventar fabulas dándole oficio de porquero, pues entonces, como hoy, los muchachos del arrabal cuidan muchas veces de traer y llevar el ganado a pastar, del establo a la cerca, y eso haría y en eso le emplearían muchas veces sus abuelos.

También carece de fundamento la leyenda de su crianza en un molino de la Zarza (hoy Conquista de la Sierra); no fue él, sino otro hermano suyo, Juan Pizarro, también legitimo, a quien su padre, don Gonzalo, tuvo de María Alonso, hija de unos molineros, criados suyos d3e la Zarza, quien nació y se crió en aquel pueblo; Francisco Pizarro nació, vivió y se educó en el arrabal de la Huerta de Trujillo, hasta que circunstancias poco conocidas y hoy olvidadas le forzaron a salir del pueblo.

Si el arrabal hubiese constituido en aquellos tiempos núcleo de población como en la actualidad, indudablemente habría hoy en el Perú alguna ciudad con el nombre de Huertas de Ánimas, conforme con la costumbre de los conquistadores, pero entonces solo era conocido con el nombre genérico de Huertas, por no formar pueblo, sino núcleos aislados de casas destinadas a usos y habitación de los colonos, no deja, sin embargo, de ser curiosa la orden dada al capitán Pedro Anzures, para que a la nueva villa planeada en las faldas del Misti, se la impusiera el nombre de la Asunción de Ntra. Sra. De Vallehermoso; ¿estaría en ese valle del arrabal la Huerta donde pasó su infancia y a la que, sin duda iría a conducir el ganado de sus deudos?

Pero lo que está fuera de duda es la protección y favor que siempre dispensó a los dominicos y la unión tan estrecha que, desde su fundación, existió entre Lima y la devoción del Santo Rosario. Los feligreses de la Huerta, entonces pertenecían a la parroquia de Santo Domingo, fundada extramuros de la ciudad para servicio de los colonos de estos arrabales.

Es de creer que la juventud de Pizarro transcurrió al lado de sus deudos maternos; quienes, como cristianos viejos, cumplirían todos sus deberes religiosos en su parroquia de Santo Domingo, naciendo de ahí la devoción del conquistador al Santo y a su Rosario, como mas tarde a los religiosos Dominicos, quienes con mayor número que ninguna otra orden, le acompañaron en su conquista, y a quienes encargó, desde el primer momento, del servicio de la Iglesia mayor de Lima, administrando los primeros sacramentos a los naturales de aquel lugar, en cuya memoria se grabó en la pila bautismal esta inscripción: “Lima cristiana es hija de los Dominicos”. Dos de las primeras capillas erigidas en la ciudad se dedicaron a la devoción del Rosario; la llamada del puente, bajo su advocación, y la iglesia de las Cabezas para que la cofradía del Rosario guardase sus imágenes, estandartes e insignias según expresaba doña Leonor de Herrera su fundadora; pronto empezó también allí a extenderse la Cofradía del Rosario, tan arraigada entre los feligreses de la Huerta desde tiempo inmemorial.

Otro argumento que corrobora la educación juvenil de Pizarro en la casa materna fue el grande amor que profesó siempre a la autora de sus días: De los tres hijos que tuvo a dos puso el nombre de su madre, Francisco y Francisca, y al tercero el de su padre Gonzalo, que murió muy joven en Lima; Francisco casó con su prima hermana, Inés, hija de Gonzalo, el más pequeño de los hermanos de Pizarro y vivió en casa de Casco, casi olvidado; y Francisca, que casó con su tío Hernando, el hijo legitimo de don Gonzalo Pizarro, padre del Conquistador y edificó y vivió en la casa del Marqués de la Conquista de Trujillo.

En las capitulaciones concertadas con los Reyes para la conquista, se le exigía la leva de doscientos cincuenta hombres equipados en el término de seis meses, y para ello volvió a su tierra, de la cual había salido más de treinta años atrás y reunió y allegó gentes de todos estos lugares, Deleitosa, Aldeacentenera, Herguijuela, Logrosan, Zorita, La Cumbre, etcétera. Con él se alistaron también sus tres hermanos, hijos de don Gonzalo, Hernando, Juan y Gonzalo, quienes viéndole ya engrandecido, noble y lleno de dignidades no tuvieron a mengua tratar con él, como habían hecho sus ascendientes; sin embargo. Aunque Pizarro distinguió a los tres, encargándolos de los puestos de honor y haciéndoles sus lugartenientes, la guarda y servicio de su persona la confió a su hermano materno, Francisco Martin de Alcántara y a su fiel criado Juan de Barragán, hijo de Juan Gracián e Inés la Barragana, su mujer. El primero hijo de Martin de Alcántara, con quien había casado Francisca González, después que tuvo a Pizarro de soltera, no le abandonó un instante y murió junto con él a mano de los asesinos; el segundo rescató su cadáver librándole del escarnio, con el que se proponían arrastrarlo por la ciudad, y aquella misma noche, ayudado por su mujer, dio sepultura piadosa a los dos hermanos, en el patio de la Catedral. De este modo, su madre, Inés la Barragana, le había recogido al nacer, y Juan Barragán, su hijo, le recogió también al morir, así Pizarro, durante el tiempo de la Conquista, se rodeó de amigos entrañables de la infancia, que supieron serle fieles hasta el último instante.

Algo, en otros tiempos muy sabido y hoy, no sabemos por qué, muy ignorado, conviene quede asentado últimamente, en estos ligeros apuntes, de los primeros años del conquistador, a saber: el motivo verdadero que le impulsó a abandonar su pueblo y no volver sino ya cubierto de honores y renombre alcanzado por su esfuerzo.

Alguien, no con muy buen intento, insinuó que huyo de casa por temor al castigo que le habían de dar por haberse dejado perder la piara del ganado; especie burda que, después de rodar algún tiempo por copistas poco delicados, ha caído en el olvido con harta razón.

La verdadera causa fue el amor y veneración que siempre profesó a su querida madre. Parece ser que alguien, en determinada ocasión, trataría de herir su dignidad y mortificar su amor propio echándole en cara su origen ilegitimo, o la condición humilde y pobre de su familia; esto hace suponer, que, sabedor él de su linaje paterno en sus idas y venidas a Trujillo, como siempre ha sucedido con los jóvenes del arrabal, haría quizás alarde de su sangre noble, cosa que no debería de sentar bien a sus parientes de la ciudad, quienes, sin duda como desquite, le darían en el rostro con el nombre de su madre, ofendiendo su memoria. El joven que reunía, al mismo tiempo, la dulzura y nobleza de sentimientos de su madre y la arrogancia, valor y altivez de su padre, como lo demuestra toda su historia, debió contestar en forma adecuada al insulto, y aún, tal vez, prometer vengarse en un próximo futuro; temiéndolo todo de aquel arrogante joven, procuró su familia, sin darse a conocer, que lo admitieran en una de las expediciones a India en calidad de soldado; valiéndose, sin duda, de intermediarios que le impulsaran a dar ese paso allanando todas las dificultades y dorando la píldora para quitársele de encima. Que la versión es muy fundada y era cosa muy sabida en otros tiempos, lo demuestran las siguientes palabras que copio de un documento facilitado por mi entrañable amigo don Clodoaldo Naranjo, y que contiene la defensa de los derechos a los Mayorazgos de los Pizarro, a favor de don Jacinto Orellana y Pizarro, contra el Duque de Noblejas y la Condesa de Canelada, hecha en 1863 por el doctor don Vicente Hernández de la Rua; y dice así:

‹‹D. Francisco Pizarro, hijo natural que en los años de su juventud dio pruebas en el suelo patrio de valor y nobleza de corazón en la defensa de su buena madre, marchó en las primeras expediciones sin nombre, como simple soldado. Los historiadores hacen a Pizarro un joven que apenas contaría 20 años cuando Colón descubrió el nuevo mundo en 1492; entonces el nombre de Pizarro no era conocido fuera de los muros de Trujillo, en donde dio pruebas de su nobleza, sentimientos y arrojado carácter, defendiendo a una persona muy allegada al mismo por los vínculos de la sangre, hecho que obligo a sus familiares, sin darse a conocer, a procurar se le admitiese en una expedición que salió para las Indias, y aun entonces, aunque diestro en los peligro, hábil y arriesgado, no medró en los primeros años para excitar la envidia ni el afecto entre los suyos, ni entre los extraños, a participar de riquezas que entonces no poseía.››

Y más adelante:

‹‹Es un hecho que no puede ignorarse en la actualidad, que aunque se supone que don Francisco Pizarro nació en 1471, no puede asegurarse por ser abandonado por sus padres. Criado sin conocer a su padre, abandonado por su familia, como lo prueban los indudables sucesos históricos oficiales que se conservan del héroe del Perú, emprendió su primera expedición impulsado secretamente para que su altivo carácter no repitiera escenas lamentables, aunque no difamatorias, en España. ››

A Pizarro niño pudo ocultarse el nombre de su padre, pero ya joven y de talento despierto, no podía transcurrir mucho tiempo sin llegar a saber lo que era “voz del pueblo”, como afirmó años después la monja Catalina de Mena en su declaración. ¿Es de extrañar que, aunque la familia de su padre no se diera a conocer, supiera bien a qué atenerse sobre el particular?, y que un joven arrogante y apasionado no manifestase alguna vez quejas contra aquellos parientes que no le reconocían por su humilde condición y crianza poco esmerada?; y parecerá difícil que en estos dimes y diretes saliese alguna vez malparado el nombre de su madre?. Pues eso bastó para poner de manifiesto el temple de aquel mozo y sobró para tener en jaque a sus parientes hasta que consiguieron verle camino de la Indias. El no volverá hasta que lleno de gloria y con nombre suyo adquirido por él, pueda prestar ayuda en lugar de recibirla, a los hijos de aquellos que no quisieron en otro tiempo reconocerle entre los de su sangre y linaje? La providencia se sirve de caminos ocultos para lograr sus fines, y ese noble afán de superarse a sí mismo para oscurecer a los de su linaje, fué sin duda, el acicate que le llevó a tan heroicas empresas.

  1. Ambrosio Tejado Granados

Huertas de Ánimas, Noviembre, 1935